Corso monache 26 giugnoOrando con el Evangelio

P. Bruno Moriconi, o.c.d.

EVANGELIO: Jn 8,1-11

1 Por su parte, Jesús se retiró al monte de los Olivos. 2 Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba. 3 Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, 4 le dijeron: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. 5 La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?». 6 Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. 7 Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra». 8 E inclinándose otra vez, siguió escribiendo. 9 Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos. Y quedó solo Jesús, con la mujer en medio, que seguía allí delante. 10 Jesús se incorporó y le preguntó: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?». 11 Ella contestó: «Ninguno, Señor». Jesús dijo: «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más».

Este dulce episodio de la mujer adúltera, aunque sean muy diferentes entre sí, evoca el de la pecadora en Lc 7,37-38 y también el de Susana en el capítulo 13 del libro de Daniel. Parece que haya sido incluido en el cuarto evangelio solo en un segundo momento, ya que falta en los más importantes y antiguos códices y se parece más al estilo del evangelio de Lucas, merecidamente llamado “el evangelista del perdón”. Un hecho, este, que no afecta en nada a su historicidad y su coherencia también con el cuarto evangelio, puesto que es una confirmación de la actitud constante de Jesús que, precisamente, pocos versículos más adelante, a los fariseos que lo acusaban, dirá: “Vosotros juzgáis según la carne; yo no juzgo a nadie” (Jn 8,15). No nos juzga porque, a Él como al Padre, le interesamos nosotros y nuestra posibilidad de hacer el bien.       

Las palabras del comienzo del capítulo (“Por su parte, Jesús se retiró al monte de los Olivos”) suponen las del fin del precedente (“Y se volvieron cada uno a su casa”) relativas a los fariseos que lo habían rechazado como Mesías el día anterior (Jn 7,40-53). Si uniésemos las dos frases, lo que sería más adecuado, la introducción a nuestro episodio de la mujer adúltera sonaría así: “[Los fariseos] volvieron cada uno a su casa y, por su parte, Jesús se retiró al monte de los Olivos”.

El monte de los Olivos que, en los Evangelios sinópticos aparece tres o cuatro veces, en el de Juan aparece solo aquí, pero, por parte de Lucas sabemos, sin embargo, que en los últimos dias de su vida, Jesús solía pasar la noche en este monte. “Estaba durante el día enseñando en el templo”, escribe el tercer evangelista, “pero de noche se marchaba y pernoctaba en el monte llamado de los Olivos” (Lc 21,37).

Una anotación que hace más claro el hecho de que, “al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba”. Es precisamente mientras Jesús está enseñando en el templo -en realidad en el patio del templo, como es lógico- cuando “los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio” y quieren que Jesús pronuncie su parecer.

Se la traen y le dicen: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?”. Que le llamen Maestro con mala intención, resulta claro de la anotación que sigue, o sea, que “le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo”. La táctica utilizada aquí es la de tender una trampa a Jesús para atraparlo como en el caso del impuesto al César en Mc 12,13-17. Tomando, de hecho, la posición de la mujer pecadora, Jesús se pondría en contra de la ley de Moisés y, condenándola, en contra de la ley de los Romanos.

Jesús, sin embargo, ¡es Jesús! Y, como en el caso del impuesto (“Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”) sabe cómo salir adelante. De pronto, se inclina y se pone a escribir con el dedo en el suelo. Como es posible deducir del verbo empleado aquí y solo aquí en todo el Nuevo Testamento (katagraphô) no se trata de escribir algo, sino de trazar señas o, como lo entendieron algunos Padres basándose en Jeremias 17,13 (“quienes se apartan de ti quedan inscritos en el polvo), simular que está levantando acta de un suceso jurídico. La interpretación sin embargo más simple y probable es que Jesús estuviera ganando tiempo para reflexionar Él, y dar también espacio a todos los presentes para que pudieran pensar en lo que están pidiendo.

Además de ser santo, Jesús es también muy inteligente.

Como insistían en preguntar su parecer, se incorporó y propuso que el que no tuviese pecado tirase la primera piedra. Dijo eso y, volviendo a inclinarse otra vez, siguió trazando señas en el polvo del suelo. Los que habían querido engañar a Jesús, fueron engañados por Él. ¿Quién hubiera podido declararse inocente con el peligro de ser desenmascarado por los demás? De hecho, “al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos. Y quedó solo Jesús, con la mujer en medio, que seguía allí delante”. Uno tras otro, todos se marchan, empezando por los más ancianos. Quedan solo la mujer y Jesús o, como diría san Agustín jugando con los términos, la mísera y la misericordia.

Una vez que todos se han ido, incorporándose otra vez, a la mujer todavía llena de miedo, le pregunta: “¿Dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?”. Ninguno, Señor”, contesta sorprendida la mujer. “Tampoco yo te condeno”, le dice Jesús. “Anda, y en adelante no peques más”. Dos palabras que resultan las más bonitas y más valiosas que se puedan escuchar, y Jesús las pronuncia para cada uno de nosotros. No condena a nadie, pero, al mismo tiempo, dice a cada uno: “Anda, y en adelante no peques más”.

Y es así, porque Jesús no ha venido para condenar, sino para traer misericordia, curar a los enfermos y a los pecadores.

 

Bruno Moriconi, ocd