Fundaciones

La Santa dirige este capítulo especialmente a las prioras y maestras de novicias; sin embargo, siguiendo su espíritu nos podemos beneficiar todos.

Este capítulo responde a una situación y contexto especial, propio de aquel tiempo (algunos casos), nos puede ayudar bastante para mirar nuestra propia libertad de espíritu en nuestra relación con el Señor y estar atentas a nuestros propios autoengaños, a buscarnos y buscar gustos y regalos en la oración, olvidándonos del Señor. Es decir, perdiendo el centro de nuestra vida y terminar centrados en nosotros, en lo que nos pasa en la oración, es andar y crecer en verdad delante de Dios y uno mismo; que como acontece con muchas prácticas de meditación se busca el bienestar personal. En la oración teresiana se potencia una relación de amistad con Quien sabemos nos ama, con Quien sabemos nos habita y está presente siempre con nosotros y en nosotros.

Teresa, antes de seguir contando sus fundaciones, considera urgente dar algunos avisos a las prioras de los monasterios ya fundados.

Adelanta una clave para no caer en engaños: ir con “limpia conciencia y obediencia” (nº 2). Advierte del mal que puede hacer la “imaginación y malos humores”… “porque el natural de las mujeres es flaco, y el amor propio que reina en nosotras muy sutil” (nº 2). Esto puede conducirnos a autoengaño, si bien Dios sabe sacar siempre bienes de los males, y la persona sale aprovechada y experimentada de la prueba.

Irrumpe Teresa con una pregunta que compromete a Dios y nos espolea a creer en su fidelidad, al mismo tiempo que a azuzar la nuestra, buscando sólo contentar y regalarse con Él (nº 4). Humildad, siempre humildad para andar por este camino.

Este capítulo relata la fundación de Medina del Campo, en la que la Santa se embarca amparada en la patente recibida, pero sin casa ni recursos económicos para adquirirla. Sólo contaba con unas “blanquillas” que había aportado una postulante, pero que casi bastaron para mal socorrer las necesidades del camino.

Como colaboradores, echa mano de los Padres de la Compañía, Julián de Ávila, capellán de San José para que resolvieran los permisos eclesiásticos y civiles y del prior de los Carmelitas de Medina, P. Antonio Heredia, al que encarga que fuera comprando la casa.

Teresa, ante la visita del P. General a España, teme que la mande nuevamente a su convento y que se enoje con ella. Pero puede más el amor a la verdad y su llaneza, que el miedo. Invita al P. General a venir a San José, y basta un simple encuentro con ella para quedar encantado. Le comunica sus grandes deseos, pero sin futuros planes concretos. Es el general quien toma la iniciativa y le da poderes para que funde más Carmelos femeninos en Castilla.

Y al obispo de Ávila se le ocurre otra iniciativa que propone al General: fundar algún convento de frailes como el de la madre Teresa, aquí en su obispado. El P. General se resiste porque halló contradicción en la orden.

En este capítulo, el resorte motor de todo es la tensión misionera de la Santa y del grupo de lectoras. Un intenso “sentido de Iglesia”.

La fe de las hermanas que entraban les daba certeza que si aquello era cosa del Señor, y Él lo quería, les iba a dar incluso lo que a los ojos de los hombres era imposible, ejemplo: “el agua del pozo”.

El encuentro con el misionero Maldonado sirvió para despertar en Teresa su vocación más genuina, la que había tenido siempre, y que ella llamará vocación de almas: “Clamaba a nuestro Señor, suplicándole diese medio cómo yo pudiese algo para ganar algún alma para su servicio….pareciéndome que precia más un alma que por nuestra industria y oración le ganásemos mediante su misericordia, que todos los servicios que le podemos hacer” (nº 7).