A cargo de Francisco J. Ortiz Bernal,

Vicario Episcopal.



Once años de sacerdote carmelita descalzo

 

Al final del año sacerdotal, me piden las madres que comparta algo de estos once años. Y lo hago advirtiendo desde el mismo título, que se trata de una experiencia bien particular: la de un carmelita descalzo, es decir, la de un sacerdote que no está centrado sólo en la pastoral, sino también en la vida de comunidad (conventual) y de oración. Para ilustrar lo peculiar de esta década larga de sacerdocio os diré, de entrada, que los seis meses de diaconado y el primer año y medio como presbítero estuve completando estudios en Ávila y Madrid, por tanto, dedicando la mayor parte de las energías y el tiempo a los mismos. La segunda etapa abarcó cuatro años y medio y supuso la vuelta a Andalucía, en concreto a Úbeda, y la misión particular de poner en marcha nuestra casa de espiritualidad allí. La última etapa sigue abierta y comenzó al poco de convertirme en treintañero: son los cinco años que llevo en Granada como responsable de animar la vida de mi comunidad religiosa y, a la vez, la de nuestros “seminaristas”, que están integrados en ella. Obviamente son etapas y tareas bastante distintas, aunque con unas claves comunes importantísimas desde el comienzo.

 

1) La celebración diaria de la Eucaristía y frecuente del sacramento de la reconciliación (mucho más durante la segunda etapa, pero constante también en las otras dos) y, por lo que respecta a otras celebraciones importantes pero más ocasionales, algunas bodas, bautismos, funerales… casi siempre de familiares, amigos o conocidos. Ah, y como no podía ser menos en nuestra tierra, la predicación de cultos cofradieros.

 

2) La difusión de la espiritualidad de nuestros santos (S. Teresa, S. Juan de la Cruz, S. Teresita) en el acompañamiento individual, tandas de ejercicios, cursos, lecturas compartidas, cultos, conferencias, creación de materiales, alguna publicación…

 

3) A todo ello se han añadido en la última etapa otra serie de experiencias totalmente inesperadas para mí: algo de pastoral con niños y jóvenes en edad escolar e incluso enseñanza de religión en bachillerato y, por último, capellán de la residencia, o mejor, Familia Oasis, para mayores con hijos discapacitados.

 

¿Balance? El Señor, que me ha obligado a andar casi siempre manoseando a esos grandes místicos, se ha servido de ellos para recordarme que, a pesar de tantas actividades, aquí el protagonista es Él y que eso es mi seguro y mi descanso y lo mejor que puedo ofrecer a los que se me acercan. También se ha servido para esto de tantas personas como me ha regalado estos años en el confesionario, el cole, al preparar una boda… por supuesto en los amigos, aunque algunos no sean muy creyentes, o incluso en la gente honesta que ha cuestionado mi fe o mi vocación. En fin y como Él mismo dice, es lo único importante, ¿no? ¡Las personas!: amar a Dios y al prójimo.

 

¿Retos? Por supuesto, seguir dejándome ayudar en esto: he metido muchas “patas” y las que me quedan; sobre todo lamento lo que haya podido herir o confundir a cualquiera, y las faltas de fidelidad a Él. Otro, sin duda, es estar disponible para la obligada renovación que mi familia religiosa tendrá que emprender ante la disminución y envejecimiento del personal, pero, “fatalidades” aparte y sobre todo, porque es obvio que Dios lo quiere. Por último, aunque seguro que olvido cosas importantes, vivir y aportar, más explícita y coherentemente, a la evangelización y la promoción de la justicia, que tanto necesitamos y sin la que no hay mística cristiana ninguna.

                                                                                                                        Antonio Ángel

[Volver al Índice]


Habla a los jóvenes de Dios, háblale a Dios de los jóvenes

 

                        “…- A ver, ¿entiendes los que estás leyendo?

                        Contestó:

-          Y ¿cómo voy a entenderlo si nadie me lo explica?...”

(Hch 8, 30b-31a)

 

          Sumergidos de llenos en este Año Sacerdotal, en el que nos invitaba el Santo Padre a meternos de llenos durante este curso, desde la pasada fiesta del Corazón de Jesús hasta el próximo 11 de Junio donde se clausurará. Estamos realizando distintas actividades en cada una de nuestras comunidades. Especialmente las exposiciones del Santísimo, las oraciones por las vocaciones, los encuentros y charlas sacerdotales, las meditaciones sobre la vida y el ministerio sacerdotal. Todas ellas con un motivo eminentemente de ruego y súplica al Padre para que nos envíe vocaciones y haga santos a los sacerdotes que hoy nos sirven.

 

          Orar por los sacerdotes, que no es poco, pedir por las vocaciones, que es un mandato del Señor: “pedid al dueño de la mies que envíe operarios a su mies”, está muy bien. Estamos hablándole a Dios de los hombres, especialmente de los sacerdotes. Pero me pregunto: ¿estamos hablándoles a los hombres de Dios? ¿Estamos hablando en nuestros ambientes, en nuestras familias, en nuestro trabajo de los sacerdotes? ¿Le hablamos a nuestros hijos, sobrinos, nietos, a los jóvenes de la vocación? Difícilmente podrán entender si no se les habla, si no se les explica.

 

          Una tarea fundamental, en este Año Sacerdotal será para nosotros, el hablar, el suscitar en nuestros ambientes, y en los lugares donde vivimos, el tema de la vocación, la vocación sacerdotal, la vocación a la vida consagrada, la vocación a ser cristianos coherentes y trabajadores del Reino. No nos puede bastar con decir tengo unos hijos o unos nietos buenos; no nos podemos conformar con que sean buena gente, se están perdiendo lo mejor de la vida, lo que verdaderamente les puede dar plenitud y auténtica felicidad, y es que sean seguidores activos del Señor Jesús.

 

          Seremos “malos cristianos”, si nos conformamos con que nuestra juventud no sea mala, o sea simplemente buena. Lo hacemos “mal”, cuando pensamos que con no hacer el mal y que no se salgan de lo corriente ya tenemos bastante. Estamos “equivocados” si cuando nuestros hijos tienen éxito en la vida de estudios o profesional ya son buenos hijos. No nos podemos confundir, nosotros somos cristianos y tendremos buenos hijos, cuando tengamos hijos cristianos, mientras que nos conformemos con un mínimo, a lo cual no estamos llamados, no caminamos por el buen camino. No me refiero a que sean todos sacerdotes, me estoy refiriendo a que sean cristianos activos, con una fe seria y formada, comprometidos con la causa del Evangelio, dispuestos a seguir y servir a nuestro Señor.

 

          Que no te dé miedo: háblales a los que te rodean de Dios, pregúntales directamente cómo viven su fe. Invítalos con descaro a que celebren la eucaristía contigo, sin miedos ni complejos. Háblales de la vocación sacerdotal, desde pequeños. A tiempo y a destiempo, como algo fundamental en nuestra vida (porque así lo creemos). Nos invitaba el Sr. Arzobispo en unas confirmaciones de un modo especial a motivar a los jóvenes para que respondan a la llamada del Señor. Pero cómo responder si nadie les hace la pregunta, cómo conocer al Señor si no frecuentan la parroquia o la eucaristía. Es tarea ineludible nuestra la de motivar, incentivar, impulsar las vocaciones a la vida sacerdotal y consagrada.

 

          Para ello se necesita que nosotros primeramente estemos convencidos de que esto es lo mejor, y no sólo eso, sino que lo vivamos coherentemente, porque sólo desde ahí podemos interpelar al otro. Para eso necesitamos ponernos nosotros el listón alto y aspirar a una vida de santidad, sin rebajas ni tibiezas. Y desde ahí hablarles a nuestra juventud de la vocación a la santidad no solamente como algo bueno sino como lo mejor de nuestra vida, e intentar suscitar entre nuestros jóvenes a algunos que estén dispuestos a ofrecer su vida al Señor y al servicio de los hermanos.

 

          Está bien nuestras exposiciones del Santísimo y nuestra oración, pero no se podrán dar éstas sin la presencia de un sacerdote en nuestra comunidad, y estos faltarán si entre nuestros jóvenes no hay valientes que respondan un SI rotundo y sincero al Señor. Y esto no se dará si yo como cristiano no suscito la pregunta en el corazón del joven. De modo que tenemos una tarea por delante: háblale a los jóvenes de Dios, para que puedan enamorarse de Él con una total radicalidad.

 

          Nos hacen falta jóvenes dispuestos ha decir SI al Señor. Si lees esta pequeña carta, y eres joven te pregunto: y tú ¿por qué no? Créeme que merece la pena.

 

Francisco José Ortiz Bernal, Pbro.

[Volver al Índice]


VUELVE A LA CASA DEL PADRE

 

          Querido hermano sacerdote:

    

          Es difícil el camino emprendido de nuestro ministerio sacerdotal. Sabes, sin darte cuenta te vas metiendo en un enredo, hoy una cosa, mañana otra; cada día tiene sus propias preocupaciones. Intentas ser fiel, pero te permites tus pequeñas licencias. Te esfuerzas por hacer las cosas bien, pero dejas siempre un resquicio abierto.

 

          Y de pronto, esas pequeñas licencias, esos resquicios abiertos, se convierten dentro de ti en un huracán que arrasa tu interior, se lo lleva todo. Parece que no ha dejado nada en pie. ¡Qué desastre Señor!, yo pensaba… Nada, todo destruido, y lo malo es que aunque añoras el pasado, el orden, la estabilidad, aunque echas de menos la fidelidad, y el hacer bien las cosas, no se está mal del todo después de pasar el huracán. Porque el demonio que es muy listo, se ha encargado de dejar unos pequeños placeres espirituales, restos que parecen que no todo está completamente perdido, y te enseña a vivir bebiendo de charcos, en los lodos.

 

          Uno en su interior, sabe que eso no es vida, pero ¿quién se pone a construir de nuevo? Uno sabe que con lo que ha quedado no tiene para mucho tiempo, pero, ¿quién se pone a buscar?, e intenta adaptarse, ser feliz, acomodarse. Pero que va, “Tú nos hiciste, Señor, para que tuviéramos vida y la tuviéramos en abundancia”, y vivir en ruinas no nos hace vivir, sino sobrevivir.

 

          Descubres que tienes que sacar coraje, fuerzas de flaqueza, empuje. Lo sabes pero… va pasando el tiempo y cada vez más lejos de aquella vida de antaño. Y el demonio te va engañando y te dice al oído: “pero con la de cosas que tú hacías, con lo fiel que tú eras, ¿ves?, nada ha servido, mira como estás, y no estás tan mal”.

 

          Mentiras que se van acumulando en tu vida, una tras otras, para impedir hacer el camino de la reconstrucción, el camino de la vuelta a la casa del Padre; volver a empezar, ¡qué trabajo!

 

          Pero, recuerda, que no se trata de volver a empezar, ya lo decía el apóstol Pablo: vuestra salvación ahora, está más cerca. No es comenzar de nuevo, como si nada hubiera sucedido, ¡qué va! Consiste en reconocer que cuando le dejamos las puertas abiertas al diablo, a la pereza, a la desidia, a la desgana, al qué más da… entonces se apodera de la casa entera. Reconoce eso, que el huracán entró, porque la casa estaba abierta, y lo ha desordenado todo. Pero la casa, que no es tuya, es de Dios, y que estaba construida sobre roca no se la ha llevado el viento.

 

          No pienses que la casa está construida sobre arena, porque pensarás mal de Dios, pensamos que fue Dios quien la construyó mal. La casa tenía, tiene, los cimientos firmes. Es cierto que ahora está desarreglada, pero sigue siendo “casa”. Con humildad vuelve a ella, vuelve donde el huracán te sacó, vuelve a la casa del Padre que te espera con pasión. Reconoce que sólo allí tienes auténtica vida, la vida verdadera, la vida de tu ministerio.

 

          Este proceso, el de acordarse de la casa paterna, el de emprender el camino de vuelta no es fácil, créeme. Es así más difícil que la primera vez. Porque la primera vez fue fácil, ya estabas en casa, solo tenías que seguir creciendo. Pero ahora, ahora depende totalmente de ti, estás fuera y destruido, te has alejado o te han alejado y te dejaste alejar. Destrozado y sin ganas o fuerzas de comenzar otra vez.

 

          Sólo el recuerdo de lo que fue, sólo la experiencia que tienes en tu interior del que es el Amor, te hace mirar una y otra vez a tu vida y ver que no es vida. Pues recuerda con fuerza ese Amor, no lo olvides, acreciéntalo en tu interior, como tú sabes, recuerda cuando eras niño, ese Amor se acrecentaba con pequeñas cosas, no pretendas ahora grandes acontecimientos. Recuerda esas pequeñas cosas que te hicieron crecer en cristiano. Recuerda el Amor primero que te acercó al seminario, al sacerdocio. Y con el recuerdo, repítelas, hazlas otra vez, no grandes cosas, no, sólo las pequeñas, ellas te irán haciendo crecer cada vez más el amor en tu vida.

 

          No apagues el rescoldo echándole el agua de la desgana, de la pereza. Recuerda lo bien que estabas en la casa del Padre, antes del huracán.  Ese recuerdo hará que el mismo huracán sople en tu interior y de las ascuas salga fuego que queme en tu interior y te haga arder en el Amor de Dios.

 

          Pídelo con fuerzas y se realizará en tu vida, pídelo a medias tintas y seguirás dejando otra vez la puerta abierta, y tal vez esta vez te destruya del todo a ti. No lo permitas, aprovecha la oportunidad que esta cuaresma te ofrece de volver a la casa del Padre, y siéntate a la mesa a comer, y sobre todo a servir a tus hermanos como ellos se merecen.

[Volver al Índice]


UNA ILUSIÓN RENOVADA

 

                        El pasado 19 de Junio el Santo Padre invitaba a la Iglesia universal a comenzar un año dedicado a la reflexión, meditación y oración por los sacerdotes, y nos ponía como ejemplo la vida y ministerio del Santo cura de Ars.

 

                        Es para todos los sacerdotes y motivo de renovar ilusionadamente nuestro ministerio sacerdotal, y nuestras promesas sacerdotales. Un año para intensificar nuestra entrega generosa al pueblo de Dios.

 

                        Nunca podremos agradecer bastante al Santo Padre este Año Sacerdotal, por lo que está suponiendo para nosotros y por lo que supondrá en nuestras vidas. Es verdad que estamos alentados siempre desde la formación permanente a estar en continua renovación. Que la eucaristía es para nosotros fuente incesante de impulso. Pero no es menos cierto que vamos desgastándonos poco a poco, y que sin darnos cuenta podemos acostumbrarnos a ser “curas”.

 

                        Nuestro “gran fallo”, acostumbrarnos, no levantarnos cada día con la acción de gracias en los labios y en el corazón, por el ministerio recibido sin mérito alguno por nuestra parte. De tal forma que la mejor manera de vivirse como sacerdote es descubrir cada día la vocación recibida como al principio, con la misma ilusión y el mismo entusiasmo.

 

El sacerdote debe ser, es, el hombre que sabe que vive de la misericordia:

 

- Se siente pecador, limitado, no merecedor del don recibido, pero ha experimentado y experimenta la misericordia y el perdón continuo de Dios en su vida.

 

- Es el hombre que se siente pobre, que por sus propias fuerzas le es imposible conseguir nada, y que pone cada día su esperanza en Dios.

 

- Confiado de que Dios  no abandona nunca a sus hijos, y que Éste le envía diariamente lo necesario para su vida y su ministerio.

 

- Sabedor de que la fuerza viene de lo alto.

 

- Y que experimenta en su vida aquello de la oración del Padre Nuestro: “danos hoy nuestro pan de cada día”, porque lo conseguido hoy no es meritorio para mañana. No vivimos de lo que tenemos en la despensa, sino que cada día tenemos que volver la mirada a Dios Padre y volverle a decir “hágase tu voluntad”.

 

                        Un año, sin duda, también para poner nuestra mirada en María, que nos muestra constantemente el camino hacia su Hijo y nos alienta en nuestro caminar. A María, Madre de los sacerdotes, encomendamos nuestra vocación y muestra misión.

[Volver al Índice]


Conferencia Episcopal Española

 

MENSAJE A LOS SACERDOTES

CON MOTIVO DEL AÑO SACERDOTAL

 

XCIV Asamblea Plenaria

Madrid, 27 de noviembre de 2009

 

 

Índice

 

                        1. «Vosotros sois mis amigos» (Jn 15, 14).

                        2. «Se la carga sobre los hombros, muy contento» (Lc 15, 5).

                        3. Queridos sacerdotes: «Cristo nos necesita».

 

 

Queridos hermanos sacerdotes:

 

Reunidos en Asamblea Plenaria en el Año Sacerdotal, los obispos os recordamos en nuestra oración y damos gracias a Dios por todos vosotros: por el don de vuestra vocación, que es regalo del Señor, y por vuestra tarea, respuesta en fidelidad. Una fidelidad que manifestáis a diario con el testimonio de vuestra vida y con la dedicación de cada uno al anuncio del Evangelio, a la edificación de la Iglesia en la administración de los Sacramentos y al servicio permanente de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Damos gracias al Señor, porque seguís con la mano puesta en el arado, a pesar de la dureza de la tierra y de la inclemencia del tiempo.

 

Esperamos que este Año Sacerdotal produzca abundantes frutos en consonancia con los objetivos propuestos por el Papa Benedicto XVI: «Promover el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo»; «favorecer la tensión de los sacerdotes hacia la perfección espiritual, de la cual depende sobre todo la eficacia de su ministerio»; «para hacer que se perciba cada vez más la importancia del papel y de la misión del sacerdote en la Iglesia y en la sociedad contemporánea» (1 Cf. BENEDICTO XVI, Carta para la Convocatoria del Año Sacerdotal (16 de junio de 2009), y Discurso a la Congregación para el Clero (16 de marzo de 2009).

 

En nuestra Asamblea hemos reflexionado y dialogado sobre la vida y el ministerio de los presbíteros en España, deseosos de seguir buscando juntos, con la ayuda del Espíritu Santo, las actuaciones pastorales necesarias que respondan a las diversas situaciones que nos afectan a los obispos y presbíteros como pastores de la Iglesia.

 

Más que una enseñanza completa sobre nuestro ministerio, queremos ofreceros un mensaje de esperanza con la invitación a que volváis de nuevo a la abundante doctrina sobre el sacerdocio que nos ofrecen el Concilio, el Magisterio Pontificio y los documentos de la Conferencia Episcopal. Os invitamos a leerlos

y meditarlos de nuevo y, sobre todo, a llevarlos a la vida.

 

1. «Vosotros sois mis amigos» (Jn 15, 14)

 

Estamos convencidos, y también vosotros, de que nuestra vida y ministerio se fundamentan en nuestra relación personal e íntima con Cristo, que nos hace partícipes de su sacerdocio. Esta vinculación Jesús la sitúa en el ámbito de la amistad: «Vosotros sois mis amigos», nos dice.

 

Hoy escuchamos estas mismas palabras. La iniciativa partió de Él. Fue Jesús quien nos eligió como amigos y es en clave de amistad como entiende nuestra vocación. Llamó a los apóstoles «para estar con Él y enviarlos a predicar» (Mc 3, 14). Lo primero fue «estar con Él», convivir con Él, para conocerle de cerca, no de oídas. Él les abrió el corazón. Como amigo, nada les ocultó. Ellos pudieron conocer, incluso, su debilidad, su cansancio, su sed, su sueño, su dolor por la ingratitud o por el rechazo abierto, el miedo en su agonía... Conocerle a Él, en esta experiencia de amistad, supera todo conocimiento, afirma san Pablo (cf. Flp 3, 8-9).

 

Esta amistad, nacida de Jesús y ofrecida gratuitamente, es un don valioso y espléndido. Es una experiencia deseada y generadora de «vida y vida abundante». Lo primero es conocerle y amarle personalmente. El conocimiento y el amor nos hacen testigos: «Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida, […] os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Os escribimos esto para que vuestro gozo sea completo» (1 Jn 1, 3-5).

 

El Señor nos envía a «ser sus testigos». En la Evangelii nuntiandi leemos que el mundo de hoy atiende más a los testigos que a los maestros, y que, si atiende a los maestros, es porque son testigos (2 Cf. PABLO VI, Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, 41). Con la fuerza del Espíritu Santo, los apóstoles confesarán después de la Pascua: «Somos testigos» (Hch 3, 15). También nuestro mundo necesita hoy que los sacerdotes salgamos a su encuentro diciendo «somos testigos», «lo que hemos visto y oído os lo anunciamos». La fuente de este anuncio está en la intimidad con Jesús: «El mundo exige a los evangelizadores que le hablen de un Dios a quien ellos mismos conocen y tratan familiarmente, como si estuvieran viendo al Invisible» (3 PABLO VI, Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, 76).

 

El Santo Padre, en la Carta de convocatoria del Año Sacerdotal, nos invita a «perseverar en nuestra vocación de amigos de Cristo, llamados personalmente, elegidos y enviados por Él». Una clave fundamental para vivir este Año Sacerdotal ha de ser «renovar el carisma recibido», lo que implica «fortalecer la amistad con el amigo». En la homilía de la Misa Crismal de 2006, nos decía el Papa: «Ya no os llamo siervos, sino amigos: en estas palabras se podría ver incluso la institución del sacerdocio. El Señor nos hace sus amigos: nos encomienda todo; nos encomienda a sí mismo, de forma que podamos hablar con su “yo”, “in persona Christi capitis”. ¡Qué confianza! Verdaderamente se ha puesto en nuestras manos… Ya no os llamo siervos, sino amigos. Este es el significado profundo del ser sacerdote: llegar a ser amigo de Jesucristo. Por esta amistad debemos comprometernos cada día de nuevo».

 

El trato con el Señor tiene un nombre, dice el Papa: la oración, «el monte de la oración». «Sólo así se desarrolla la amistad…». Queridos sacerdotes: «sólo así podremos desempeñar nuestro ministerio; sólo así podremos llevar a Cristo y a su Evangelio a los hombres». La expresión del Papa es rotunda: la oración del sacerdote es acción prioritaria de su ministerio. «El sacerdote debe ser, ante todo, un hombre de oración», como lo fue Jesús. Esta oración sacerdotal nuestra es, a la vez, una de las fuentes de santificación de nuestro pueblo. Lo expresamos mediante la Liturgia de las Horas que se nos encomendó el día de nuestra ordenación diaconal. Esto fue lo que vivió el santo Cura de Ars con las largas horas de oración que hacía ante el sagrario de su parroquia.

 

«Amistad significa también comunión de pensamiento y de voluntad» (4 BENEDICTO XVI, Homilía de la Misa Crismal de 2006). El poder de la amistad es unitivo. Los primeros cristianos hablaban de «tener los sentimientos de Cristo», que se asimilan con el trato, la escucha, el amor. Nos acreditamos como sacerdotes en la amistad e intimidad con Jesús. Él nos comunica sus sentimientos de Buen Pastor. Esta realidad no se vive, no se disfruta de modo inconsciente o rutinario, sino con el esfuerzo necesario, con la esperanza en Él, con su gracia y con ilusión compartida.

 

Esta amistad es expresión de la fidelidad de Dios para con su pueblo y reclama nuestra fidelidad, que es una nota del amor verdadero. La fidelidad brota espontánea y fresca de la amistad sincera. En la fidelidad el primero es el otro. Nosotros somos sacerdotes por la amistad indecible de Jesús, una amistad que exige gratitud y reconocimiento de su señorío: escucharle, no ocultarlo, transparentarlo, darle siempre el protagonismo. Él ha de crecer y nosotros menguar. La fidelidad reclama, a la vez, perseverancia, porque la fidelidad es el amor que resiste el desgaste del tiempo.

 

Somos conscientes de que esta amistad, núcleo de nuestra vida y ministerio, «es tesoro en vasijas de barro» (2 Cor 4, 7); reconocemos nuestras fragilidades y pecados; nuestras manos son humanas y débiles. Sin embargo, confesamos con María, nuestra Señora, que en los pobres y débiles Dios sigue haciendo obras grandes.

 

Queridos sacerdotes: el Año Sacerdotal es una ocasión propicia para agradecer, profundizar y dar testimonio de nuestra amistad con Jesús, y repetir con el salmista: «Me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad» (Sal 16). Y no olvidemos que la satisfacción y alegría por el ministerio sacerdotal es una clave fundamental de la pastoral vocacional...

 

2. «Se la carga sobre los hombros, muy contento» (Lc 15, 5)

 

Los mismos que fueron llamados para «estar con Él» fueron «enviados a predicar». La misión apostólica es constitutiva de la vocación. Nuestra misión es la del propio Jesús: «Como el Padre me envió, así os envío yo»; y ha de llevarse a cabo como lo hizo Jesús: «Yo soy el buen pastor».

 

La imagen del «buen pastor», recordada y admirada en las primeras comunidades en referencia a Cristo Resucitado y presente en medio de su Iglesia, sirvió también para identificar a los que en nombre de Cristo cuidaban de la comunidad cristiana: «Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios» (Hch 20, 28).

 

La tarea del pastor es cuidar, guiar, alimentar, reunir y buscar. Buscar es hoy especialmente necesario. Desde el seno del Padre, el Señor vino a buscar a la humanidad perdida (5 Cf. JUAN PABLO II, Carta apostólica Tertio millennio adveniente, 7). La parábola del buen pastor da fe de ello y en la parábola del buen samaritano el hombre apaleado en el camino representa a la humanidad caída, ante la que, conmovido, Cristo se inclina, la cura y levanta. Él vino a buscar a los alejados y a ofrecerles el amor de Dios. Vino a buscar la oveja perdida y, compadecido, se la echó al hombro lleno de alegría, como narra san Lucas. Buscó a los dos de Emaús, la misma tarde de Pascua. Buscó a los apóstoles en su miedo y desilusión y les regaló el soplo del Espíritu Santo. También hoy Jesús sale cada día a buscarnos y no deja de enviarnos la fuerza de su Espíritu, principal agente de la evangelización (6 PABLO VI, Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, 75).

 

Buscar es hoy tarea del buen sacerdote. Nuestros rediles decrecen. Las palabras «también tengo otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que conducir» (Jn 10, 16) siguen resonando en nuestro corazón. «Salid a buscar», decía el rey, para celebrar la boda de su Hijo (cf. Lc 14, 21). Todos los hombres son ovejas del rebaño que Dios ama. Por tanto, siguiendo las huellas de Jesucristo, el pastoreo del sacerdote no es sedentario, sino a campo abierto. Por eso nos sentimos tan orgullosos de los sacerdotes que anuncian el Evangelio en otros países.

 

Buscar es trabajo misionero. Se nos preparó a muchos, preferentemente, para cuidar una comunidad ya constituida. Hoy, en cambio, cuando en muchos de nosotros ha aumentado la edad, además de cuidar la comunidad existente, el Señor nos pide «conducir otras ovejas al redil». Es tiempo de «nueva evangelización » y de primer anuncio en nuestro propio territorio. En esta tarea, la comunidad y el pastor, a la vez, han de ser hoy los misioneros. De aquí que el buen sacerdote sea consciente, y sepa bien, en qué medida ha de apoyar a los laicos y contar con ellos. Asimismo, ha de unir esfuerzos con los distintos carismas de la vida consagrada. De todo ello nos habla el Papa en su Carta del Año Sacerdotal.

 

Pedía el Señor, por otra parte, que el Padre no nos saque del mundo. Los sacerdotes, como el propio Cristo, estamos en el mundo y somos para el mundo, sin ser del mundo. Así lo pidió Jesús al Padre en la última cena con los apóstoles. La Iglesia está plantada en el mundo y es para los hombres, pero no es del mundo. Así somos los pastores. Y aprendemos de Jesús que: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único… Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él» (Jn 4, 16-17). Esta misión, en muchas ocasiones, es dolorosa para nosotros por las circunstancias en que la hemos de realizar, y esto nos une a la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo. Confiando en la palabra de Cristo, recordamos en los momentos de dolor que el Señor prometió la bienaventuranza a los perseguidos, a los que sufren, a los que lloran.

 

Sabemos que somos instrumento sacramental de la acción salvadora de Cristo, y en consecuencia hemos de ser con nuestra vida transparencia del amor de Dios que salva al mundo amando a los hermanos. La respuesta diaria de Dios a un mundo alejado, de espaldas a su amor, es seguir enviando a su Hijo Único para salvarlo. Esto se realiza de modo pleno en la celebración de la Eucaristía, en la que el Hijo se ofrece al Padre por la salvación del mundo. Testigos excepcionales de ello somos los sacerdotes, no sólo con la celebración litúrgica, sino haciendo de nuestra vida, «por Cristo, con Él y Él», una ofrenda permanente. Dice el Papa, citando al santo Cura de Ars: «Siempre que celebraba tenía la costumbre de ofrecer también la propia vida como sacrificio: ¡cómo aprovecha a un sacerdote ofrecerse a Dios en sacrificio todas las mañanas!» (7 BENEDICTO XVI, Carta para el Año Sacerdotal).

 

Queremos compartir con vosotros que el corazón del sacerdote que fija la mirada en Jesús está lleno de amor, amor que tiene un nombre extraordinario: misericordia. San Lucas pone nuestra perfección en ser «misericordiosos», como el Padre lo es. Y comentaba el Papa Juan Pablo II que «fuera de la misericordia de Dios, no existe otra fuente de esperanza para la humanidad» (8 BENEDICTO XVI, Homilía en la consagración del Santuario de la Divina Misericordia; 17 de agosto de 2002). Si esto es así, el futuro del mundo pasa por la misericordia de Dios, de la que nosotros somos ministros, especialmente en el sacramento de la Reconciliación.  Nosotros hemos de recibir frecuentemente en este sacramento el perdón y la misericordia de Dios que nos renuevan. Regatear esfuerzos en el ejercicio de la misericordia, tanto en la vida de cada día como en la disponibilidad para ofrecer a otros el sacramento de la Reconciliación, es restarle futuro al mundo. El sacerdote, como Cristo, es icono del Padre misericordioso.

 

Dice san Juan que Cristo murió «para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos». Él es el Pastor que dio la vida para reunir el rebaño. El sacerdote, que prolonga la misión de Cristo, tiene también la misión esencial de «reunir», es decir, ser ministro de comunión, hasta dar la vida si es preciso. La fidelidad al Buen Pastor nos sitúa en la expresión suprema de la amistad: dar la vida, ¡cuánto más el prestigio o una situación cualquiera! Dar la vida como a diario hacéis, porque «el discípulo no es más que su maestro».

 

¡Cuántas veces, como sacerdotes, tenemos que llevar la cruz en el ministerio! Bendita Cruz de Cristo, que siempre estará presente en nuestras vidas. Llevando la cruz participamos de un modo especial en el ministerio.

 

Hoy suena igualmente con fuerza la oración de Jesús: «Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21). Hasta cinco veces aparece esta petición en la oración sacerdotal. La pasión por la unidad es necesaria en la vida de un presbítero, si no quiere renunciar a su identidad de pastor. Pasión por la unidad y por la comunión con el obispo, también con los hermanos presbíteros, con los laicos y con las personas de vida consagrada. Pasión por la unidad y por la comunión de toda la Iglesia diocesana y de la Iglesia entera bajo la guía del Sucesor de Pedro, evitando toda desafección y alejamiento. Servir hoy a la comunión es una señal clara de nuestra fidelidad a Cristo, Buen Pastor.

 

Estamos llamados a vivir todo esto en el ejercicio de la caridad pastoral, la virtud que anima y guía la vida espiritual y ministerial del sacerdote. Con ella imitamos a Cristo, el Buen Pastor, con ella le somos fieles y con ella unificamos nuestra vida, amenazada de dispersión. Gracias a la caridad pastoral nuestro ministerio, más allá de un conjunto de tareas, se convierte en fuente privilegiada de nuestra santificación personal.

 

3. Queridos sacerdotes: «Cristo nos necesita»

 

«Un buen pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina», decía el santo Cura de Ars. Benedicto XVI, recogiendo esta cita en su Carta con motivo del Año Sacerdotal, subraya: «Hablaba del sacerdocio como si no fuera posible llegar a percibir toda la grandeza del don y de la tarea confiados a una criatura humana».

 

Como sacerdotes, y con nuestros sacerdotes, queremos cantar, con humildad pero a la vez con voz potente, como María, nuestro propio Magnificat. El testimonio de la vida entregada de la inmensa mayoría de los sacerdotes es un motivo de alegría para la Iglesia y una fuerza evangelizadora en nuestras diócesis y cada una de sus comunidades, donde se admira y se reconoce con gratitud su trabajo pastoral y su testimonio de vida. Ellos son también un regalo para el mundo, aunque a veces no se les reconozca. Verdaderamente, vosotros, los sacerdotes, sois importantes no sólo por lo que hacéis, sino, sobre todo, por lo que sois. Por eso queremos recordar con afecto entrañable y gratitud sincera a los sacerdotes ancianos y enfermos que siguen ofreciendo con amor su vida al Señor. ¡Ánimo a todos! La gracia de Cristo nos precede y acompaña siempre. Él va delante de nosotros.

 

En este momento, con satisfacción, traemos a nuestra memoria y a nuestro corazón, y hacemos nuestras las palabras de Juan Pablo II en Pastores dabo vobis: «Vuestra tarea en la Iglesia es verdaderamente necesaria e insustituible. Vosotros lleváis el peso del ministerio sacerdotal y mantenéis el contacto diario con los fieles. Vosotros sois los ministros de la Eucaristía, los dispensadores de la misericordia divina en el sacramento de la Penitencia, los consoladores de las almas, los guías de todos los fieles en las tempestuosas dificultades de la vida. Os saludamos con todo el corazón, os expresamos nuestra gratitud y os exhortamos a perseverar en este camino con ánimo alegre y decidido. No cedáis al desaliento. Nuestra obra no es nuestra, sino de Dios. El que nos ha llamado y nos ha enviado sigue junto a nosotros todos los días de nuestra vida, ya que nosotros actuamos por mandato de Cristo» (9 JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Pastores dabo vobis, 4).

 

«Ahí tienes a tu Madre». Desde la Cruz, Jesús nos entregó a María, discípula perfecta y Madre de la unidad, indicándole al discípulo amado: «Ahí tienes a tu Madre» (Jn 19, 27). Cada discípulo está invitado a «recibirla en su casa». Invocamos a María, Madre de los sacerdotes, con esta bella oración conclusiva de Juan Pablo II en la Exhortación apostólica Pastores dabo vobis:

 

«Madre de Jesucristo,

que estuviste con Él al comienzo de su vida y de su misión,

lo buscaste como Maestro entre la muchedumbre,

lo acompañaste en la cruz, exhausto por el sacrificio único y eterno,

y tuviste a tu lado a Juan, como hijo tuyo,

acoge desde el principio a los llamados al sacerdocio,

protégelos en su formación

y acompaña a tus hijos en su vida y ministerio,

oh, Madre de los sacerdotes. Amén».

 

Queridos hermanos sacerdotes, queremos concluir este mensaje con la invitación que el Papa nos hace al final de su Carta para el Año Sacerdotal: Dejaos conquistar por Cristo.

 

Recibid el saludo afectuoso y fraterno en el Señor de vuestros obispos.

[Volver al Índice]


EXPERIENCIA PERSONAL

          Agradezco al Señor el don recibido. El que se haya fijado y fiado de mí ha sido por pura misericordia de Dios. Fui ordenado sacerdote el 21 de Septiembre de 1998, desde entonces “vivo del cuento”.

          Me explico, porque dicho así… en primer lugar vivo, he aprendido a vivir, una vida en plenitud, apoyado siempre en el Señor, que se ha fiado de mí y ha volcado en mí su confianza. Una vida, no como la del mundo, cargada de cosas, y de placeres, de ahora quiero y ahora no quiero; sino una vida apoyada en Jesucristo, sabiendo que en Él encuentro la Fuente donde beber cada día. Antes de ser sacerdote vivía de mí mismo, de mis propias fuerzas, de mis proyectos, de mis planes, y para los que me conocen, lo mío era poca cosa, malo en casi todo. Pero a eso llamaba yo vivir. Hasta que descubrí al Señor de mi vida, y me hizo sentir la vocación al sacerdocio. Puedo decir que mi vida se transformó por completo, en todos los aspectos, humana y espiritualmente hablando. El Señor me llenó como no lo había hecho nunca nada ni nadie.

          Y digo que “vivo del cuento”, porque al sentirme lleno y plenamente feliz, hago lo que quiero, lo que me gusta, lo que realmente plenifica mi vida. ¿Quién puede decir eso hoy en día? Sólo el que vive del cuento ¿verdad? Del cuento del Señor Jesús, que murió y se entregó por mí. Él me llena cuando sirvo en mi parroquia, y hace que no me sienta cansado ni frustrado. Me consuela en los momentos de dolor, y los transforma en esperanza. Siento que está junto a mí en la dificultad, y me hace fuerte. Experimento su cercanía cuando el camino se hace pesado, y la soledad se hace sonora. ¿Qué más puedo pedir? … Que al hacer la voluntad de Dios me llene tanto que sólo encuentre alegría allí, y me lo conceda en cada momento. Y así, al hacer la voluntad de Dios, hago lo que quiero y quiero lo que hago.

          Un “chollo”, esto de ser cura, se hace siempre lo que uno quiere y quiere uno siempre lo que hace. Si los jóvenes de hoy pudieran conocer más de cerca la vocación sacerdotal, responderían SI a la llamada. Si por un solo momento dejaran de escuchar ruidos, o escucharse ellos mismos, podrían oír la vocación a la santidad a las que están llamados, que no los mata (que eso es lo que les da miedo), sino que les da vida, vida en abundancia. Y sí podrína hacer siempre lo que quieren y vivir del cuento de Dios.

          ¿Cómo se consigue vivir así? Puro don, pura gracia, pura misericordia de Dios, que me sostiene y me fortalece. No por mis meritos, no por mis fuerzas, no porque yo me lo proponga, sino porque el Señor me mantiene en fidelidad porque quiere. Y por eso mi vida tiene que ser un continuo canto de alabanza y de acción de gracias a Dios, no sólo por darme la vocación, sino por concederme el don de la fidelidad constante. Y agarrado de la misericordia del Padre que me regenera y me devuelve cada día mi dignidad de hijo.

          Hoy puedo decir con el Salmo una vez más, ¡cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho!

[Volver al Índice]


CARTA DEL PREFECTO PARA EL CLERO

Jesús dijo: “No he venido para juzgar al mundo, sino para salvarlo” (Jo. 12, 47).

            Queridos Presbíteros:

            La actual cultura occidental dominante, cada vez más difundida en el mundo a través de los medios globalizados y la movilidad humana – también en los países de otras culturas – presenta nuevos desafíos altamente comprometedores en el campo de la evangelización. Se trata de una cultura profundamente acentuada por un relativismo, que rechaza toda afirmación sobre cualquier verdad absoluta y trascendente y, por eso, destroza también los fundamentos de la moral y se cierra a cualquier religión. De esa manera se pierde la pasión por la verdad, que se reduce a una “pasión inútil”. Por otra parte, Jesús se presenta como la Verdad, el Logos universal, la Razón que ilumina y explica todo cuanto existe. Posteriormente, el subjetivismo individualista, que pone al centro de todo el propio yo, acompaña al relativismo. Finalmente se llega al nihilismo, según el cual nada existe que valga la pena para entregar la propia vida y, en consecuencia, la misma vida no tiene en sí un verdadero sentido. Sin embargo, es necesario reconocer que la actual cultura dominante, posmoderna, conlleva un grande y verdadero progreso científico y tecnológico, que llena de estupor al ser humano, sobre todo, a los jóvenes. Pero el uso de este progreso no tiene siempre, como motivo principal, el bien del hombre y de todos los hombres. Le falta un humanismo integral, que sería el que podría darle su verdadero sentido y finalidad. Podríamos hablar todavía de otros aspectos de esta cultura: consumismo, libertinaje, cultura del espectáculo y del cuerpo. Es patente que todo eso produce un laicismo que no quiere la religión y hace todo lo que puede para debilitarla o, al menos, la deja sólo en el ámbito privado de las personas.

            Producto de esta cultura es la descristianización, tal vez demasiado visible, en la mayoría de los países cristianos y, especialmente, en aquellos de Occidente. Ha bajado el número de vocaciones sacerdotales. Disminuido también el número de los presbíteros, sea por falta de vocaciones o por el influjo cultural en el que viven. Todo esto podría conducir a la tentación de un pesimismo descorazonador, que condena al mundo actual y que nos induciría a retirarnos en la trincheras de la resistencia.

            Sin embargo Jesús afirma: “No he venido a juzgar al mundo, sino a salvarlo” (Jo. 12, 47). No podemos perder el ánimo ni tener miedo a la sociedad actual o simplemente condenarla. ¡Hay que salvarla! Cada cultura humana – también la actual – puede ser evangelizada. En cada cultura existen las “semina Verbi”, como horizontes de apertura al Evangelio. Con toda seguridad también existen en nuestra actual cultura. Sin duda, también los así llamados “post-cristianos” podrían sentirse tocados y podrían reabrirse si fueran acompañados hacia un verdadero encuentro personal y comunitario con la persona de Jesucristo. En tal encuentro, cada persona humana de buena voluntad puede allegarse a El. El ama a todos y llama a la puerta de todos porque quiere salvar a todos sin excepción. El es la Vida, la Verdad y la Vida. Es el único mediador entre Dios y los hombres.

            Queridísimos Presbíteros, nosotros, pastores, hoy somos llamados, con gran urgencia, a realizar la misión, sea “ad gentes”, sea en las regiones de países cristianos en los que tantísimos bautizados se han alejado al no participar en nuestras comunidades o, quizás, han perdido la fe. No podemos tener miedo o quedarnos inmóviles dentro de nuestra casa. El Señor ha dicho a sus discípulos: ¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe? (Mat. 8, 26). “Que no se turbe vuestro corazón. Tened fe en Dios y tened fe en mi” (Jo. 14, 1). “No se enciende una luz para ponerla debajo del celemín sino sobre el candelero para que alumbre a todos los que están en la casa” (Mt. 5,15) “Id a todo el mundo y predicar el Evangelio a toda creatura” (Mt. 16, 15). “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt. 28, 20).

            No esparciremos la semilla de la Palabra de Dios sólo desde la ventana de nuestra casa parroquial, sino que iremos al campo abierto de nuestra sociedad, comenzando por los más pobres, llegando a todos los niveles e instituciones de la sociedad. Iremos a visitar a las familias, a todas la personas, iniciando sobre todo por los bautizados alejados. Nuestro pueblo quiere sentir la proximidad de su Iglesia. Lo haremos yendo hacia la sociedad actual, con gozo y entusiasmo, seguros de la presencia del Señor en medio de nosotros y convencidos de que será El quien llamará a las puertas de los corazones de aquellos a quienes hablaremos de El.

Cardenal Cláudio Hummes

Arzobispo Emérito di San Pablo

Prefecto de la Congregación para el Clero

[Volver al Índice]


Extracto de la Carta del Papa a los sacerdotes con motivo del Año Sacerdotal:

Fidelidad de Cristo, fidelidad del sacerdote: Una llamada a la renovación interior

            Este año desea contribuir a promover el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo.“«El Sacerdocio es el amor del corazón de Jesús», repetía con frecuencia el Santo Cura de Ars. Esta conmovedora expresión nos da pie para reconocer con devoción y admiración el inmenso don que suponen los sacerdotes.

            “Y así, pienso en las numerosas situaciones de sufrimiento que aquejan a muchos sacerdotes, porque participan de la experiencia humana del dolor en sus múltiples manifestaciones o por las incomprensiones de los destinatarios mismos de su ministerio: ¿Cómo no recordar tantos sacerdotes ofendidos en su dignidad, obstaculizados en su misión, a veces incluso perseguidos hasta ofrecer el supremo testimonio de la sangre?

            Sin embargo, también hay situaciones, nunca bastante deploradas, en las que la Iglesia misma sufre por la infidelidad de algunos de sus ministros. En estos casos, es el mundo el que sufre el escándalo y el abandono”.

            “El Cura de Ars era muy humilde, pero consciente de ser, como sacerdote, un inmenso don para su gente: «Un buen pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina»”.

El método pastoral del Santo Cura de Ars

1. En primer lugar, su total identificación con el propio ministerio

            “En Jesús, Persona y Misión tienden a coincidir… también el sacerdote debe aspirar a esta identificación. Aunque no se puede olvidar que la eficacia sustancial del ministerio no depende de la santidad del ministro, tampoco se puede dejar de lado la extraordinaria fecundidad que se deriva de la confluencia de la santidad objetiva del ministerio con la subjetiva del ministro”.

2. Una vida centrada en la Eucaristía

            El Santo Cura de Ars enseñaba a sus parroquianos sobre todo con el testimonio de su vida. «No hay necesidad de hablar mucho para orar bien», les enseñaba el Cura de Ars. «Sabemos que Jesús está allí, en el sagrario: abrámosle nuestro corazón, alegrémonos de su presencia. Ésta es la mejor oración». Y les persuadía: «Venid a comulgar, hijos míos, venid donde Jesús. Venid a vivir de Él para poder vivir con Él...» «Es verdad que no sois dignos, pero lo necesitáis»”.

Y les decía: «Todas las buenas obras juntas no son comparables al Sacrificio de la Misa, porque son obras de hombres, mientras la Santa Misa es obra de Dios». Estaba convencido de que todo el fervor en la vida de un sacerdote dependía de la Misa: «La causa de la relajación del sacerdote es que descuida la Misa. Dios mío, ¡qué pena el sacerdote que celebra como si estuviese haciendo algo ordinario!».

3. Del altar al confesionario: “el diálogo de salvación

             En Francia, en tiempos del Santo Cura de Ars, la confesión no era ni más fácil ni más frecuente que en nuestros días. Pero él intentó por todos los medios, en la predicación y con consejos persuasivos, que sus parroquianos redescubriesen el significado y la belleza de la Penitencia sacramental, mostrándola como una íntima exigencia de la presencia eucarística. Supo iniciar así un «círculo virtuoso».

            “El Cura de Ars consiguió en su tiempo cambiar el corazón y la vida de muchas personas, porque fue capaz de hacerles sentir el amor misericordioso del Señor. Urge también en nuestro tiempo un anuncio y un testimonio similar de la verdad del Amor: Deus caritas est (1 Jn 4, 8). Con la Palabra y con los Sacramentos de su Jesús, Juan María Vianney edificaba a su pueblo”.

4. Un vigoroso testimonio evangélico

            En la actualidad, como en los tiempos difíciles del Cura de Ars, es preciso que los sacerdotes, con su vida y obras, se distingan por un vigoroso testimonio evangélico. Pablo VI ha observado oportunamente: «El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escucha a los que enseñan, es porque dan testimonio». Para que no nos quedemos existencialmente vacíos, comprometiendo con ello la eficacia de nuestro ministerio, debemos preguntarnos constantemente: ¿Estamos realmente impregnados por la palabra de Dios? ¿Es ella en verdad el alimento del que vivimos, más que lo que pueda ser el pan y las cosas de este mundo? ¿La conocemos verdaderamente? ¿La amamos? ¿Nos ocupamos interiormente de esta palabra hasta el punto de que realmente deja una impronta en nuestra vida y forma nuestro pensamiento? Así como Jesús llamó a los Doce para que estuvieran con Él (cf. Mc 3, 14), y sólo después los mandó a predicar, también en nuestros días los sacerdotes están llamados a asimilar el «nuevo estilo de vida» que el Señor Jesús inauguró y que los Apóstoles hicieron suyo… La identificación sin reservas con este «nuevo estilo de vida» caracterizó la dedicación al ministerio del Cura de Ars.

5. Colaboración con los laicos, formando un único pueblo sacerdotal.

            “En este contexto, hay que tener en cuenta la encarecida recomendación del Concilio Vaticano II a los presbíteros de «reconocer sinceramente y promover la dignidad de los laicos y la función que tienen como propia en la misión de la Iglesia... Deben escuchar de buena gana a los laicos, teniendo fraternalmente en cuenta sus deseos y reconociendo su experiencia y competencia en los diversos campos de la actividad humana, para poder junto con ellos reconocer los signos de los tiempos»”.

            “Me complace invitaros a percibir la nueva primavera que el Espíritu está suscitando en nuestros días en la Iglesia, a la que los Movimientos eclesiales y las nuevas Comunidades han contribuido positivamente. A este propósito vale la indicación del Decreto Presbyterorum ordinis: «Examinando los espíritus para ver si son de Dios, [los presbíteros] han de descubrir mediante el sentido de la fe los múltiples carismas de los laicos, tanto los humildes como los más altos, reconocerlos con alegría y fomentarlos con empeño».

6. Intima comunión de los presbíteros con su Obispo

            Es necesario que esta comunión entre los sacerdotes y con el propio Obispo, basada en el sacramento del Orden y manifestada en la concelebración eucarística, se traduzca en diversas formas concretas de fraternidad sacerdotal efectiva y afectiva. Sólo así los sacerdotes sabrán vivir en plenitud el don del celibato y serán capaces de hacer florecer comunidades cristianas en las cuales se repitan los prodigios de la primera predicación del Evangelio”.

7. El modelo de Pablo

            “El Año Paulino… orienta nuestro pensamiento también hacia el Apóstol de los gentiles, en quien podemos ver un espléndido modelo sacerdotal, totalmente «entregado» a su ministerio. «Nos apremia el amor de Cristo -escribía-, al considerar que, si uno murió por todos, todos murieron» (2 Co 5, 14).¿Qué mejor programa se podría proponer a un sacerdote que quiera avanzar en el camino de la perfección cristiana?”

8. Confiados a María, madre de los sacerdotes

            “Confío este Año Sacerdotal a la Santísima Virgen María, pidiéndole que suscite en cada presbítero un generoso y renovado impulso de los ideales de total donación a Cristo y a la Iglesia que inspiraron el pensamiento y la tarea del Santo Cura de Ars”.

            “Queridos sacerdotes, Cristo cuenta con vosotros. A ejemplo del Santo Cura de Ars, dejaos conquistar por Él y seréis también vosotros, en el mundo de hoy, mensajeros de esperanza, reconciliación y paz”.

4 de agosto, festividad del Santo Cura de Ars.

San Juan María Vianney

[Volver al Índice]

© Carmelitas Descalzas de Sanlúcar la Mayor (2008) - C/ Real, 18 - Telf.: 95 570 47 32 - sanlucarcd@gmail.com

Resolución recomendada: 1024 x 768 - Webmaster: Miguel Sánchez