“¿Qué hacen ahí encerradas esas mujeres?”
“¿Por qué pierden su vida inútilmente?”
“¿No sería mejor, si quieren dedicar su vida sólo a Dios, emplearla en ayudar a los necesitados, en colegios, hospitales, misiones…?”
Estas son sólo algunas de las preguntas que surgen espontáneamente en quienes, sin previo aviso, se encuentran con la realidad de la vida contemplativa.
Sorpresa y desconcierto. Quizás algún comentario del estilo: “¡Qué desperdicio!”
Explicar nuestra vida a alguien ajeno totalmente al mundo de la oración e inmerso en nuestra sociedad consumista, se convierte, entonces, en una tarea difícil, que no imposible.
Así que, sencillamente, usamos una comparación que a nosotras nos sugiere mucho de lo que somos y queremos vivir en la iglesia y que, quizás, pueda aclarar algunos conceptos.
Es como si fuéramos la raíz de un árbol.
La raíz es un órgano generalmente subterráneo que no tiene hojas ni flores ni frutos y que crece en dirección inversa al tallo, es decir, hacia el suelo, hacia dentro.
Así, nosotras, formamos parte de la totalidad de este árbol que es la Iglesia y crecemos en dirección contraria a la luz, a lo que se ve, a lo que brilla.
Nos desarrollamos hacia dentro de la Iglesia y de nosotras mismas para fijar el árbol al suelo, tal como hacen las raíces. El suelo, nuestra tierra verdadera, es Jesucristo, base y fundamento de nuestra vida cristiana, la Roca en la que se afirma nuestro crecimiento.
No tenemos hojas ni flores ni frutos, es decir, no se ven nuestras obras; nuestro apostolado no es mensurable cuantitativamente, ni vemos resultados del trabajo que realizamos. Por el contrario, con la oración y la vida fraterna absorbemos los nutrientes del suelo para llevarlos al resto del árbol. Pero eso nadie lo nota.
El árbol solamente se siente vivo, con fuerza y vigor para dar frutos porque dentro de sí mismo corre la savia que lo sostiene. Pero la savia no se ve ni el agua que es absorbida del suelo se hace visible tampoco.
De igual manera, la oración, la comunión profunda de nuestras vidas con Dios nos conecta con el resto de la Iglesia y del mundo y nos hace llevar el “Agua Viva del Amor” al resto de nuestros hermanos sin que ni nosotras ni ellos sepamos cómo sucede.
Evidentemente, no es algo mágico. Pero todos sabemos que la creación entera, el cosmos, la naturaleza, todos los seres humanos, estamos conectados entre nosotros. Que nuestras acciones repercuten en los demás y que la manera en la que vivimos hace de nuestro mundo un lugar más o menos amable en relación a nosotros mismos.
Esta es otra de las funciones de la raíz: la comunicación. Ciertas especies de árboles pueden unir sus raíces a las de los árboles de la misma especie y así poner en común los recursos hídricos y nutritivos; y con ello ayudar a árboles gravemente heridos a sobrevivir.
Esa es más o menos la implicación que nuestra vida tiene en la Iglesia.
Es claro que la contemplación no es privilegio ni posesión única de las contemplativas, es algo que forma parte de la vida de todo cristiano. Todos tenemos capacidad, derecho y necesidad de vivir la interioridad, de contemplar el misterio de Dios desde el tesoro que cada uno somos; sin embargo, nosotras somos como ese “espacio verde” en el corazón de la ciudad, que recuerda que esa es la llamada fundamental de todo hombre: SER, más que hacer.